El artículo 13 de la Directiva de Copyright, que obligará a los intermediarios alojadores de contenidos a una supervisión previa a la publicación, ataca la libertad de expresión.

Los ciudadanos comunes que alguna vez se han visto envueltos en procedimientos judiciales sabrán que ante una sentencia negativa, por arbitraria o incluso despótica que les parezca, poco más puede hacer que recurrirla y cruzar los dedos. Si esto tampoco surte efecto, no queda otra que envainar la espada y lamentarse de lo injusto del resultado.
Sin embargo, esa es la justicia de andar por casa, la de la gente corriente. Los hay que cuando el árbitro pita en su contra tienen la capacidad de cambiar las normas del juego e incluso al propio árbitro. Gente que puede acercarse al árbitro, arrancarle el silbato de la boca y decirle a la cara: “usted aquí ya no pita más”. Es por esto por lo que, tras cada partido perdido por quien no admite ni una derrota, vemos cómo las leyes dan giros de 180 grados, comienzan a decir A donde decían Z y aparecen órganos administrativos sustituyendo a jueces que pitaban lo que no tenían que pitar.

Quien haya seguido de cerca la batalla legal emprendida por las empresas titulares de los derechos de propiedad intelectual verá con claridad un patrón recurrente: a cada derrota judicial  sufrida por estas empresas le ha seguido una más o menos inmediata reforma legal que impedía que esto volviera a pasar en el futuro.

El trabajo de presión del lobby de la industria no solo ha permitido que se fabriquen leyes a medida de sus intereses, sino que además sus responsables vienen aireando esos logros abiertamente. Así, José Manuel Tourné, director de la recientemente extinguida Federación Antipiratería, decía a Público que en sus inicios eran conscientes de que “había que cambiar la legislación” y se congratulaba de haberlo conseguido habiendo escrito ellos “párrafos enteros” que son ahora ley “para distintas legislaciones”. Pues bien, la aparición del artículo 13 de la Directiva de Copyright, de inminente aprobación definitiva, es un nuevo remiendo a ese traje lleno de parches a demanda en el que se ha convertido la legislación de propiedad intelectual. La razón por la que este nuevo apaño del legislador ha conseguido levantar las cejas de los cada vez más escarmentados ciudadanos es que en esta ocasión ataca a lo que se considera la esencia misma de internet.

Si internet tiene una esencia es sin duda que sus usuarios no son consumidores pasivos de contenidos como ocurre con la televisión, la prensa o la radio, sino que tienen la doble condición de productores y consumidores. Los foros, la Wikipedia, YouTube, Tumblr, Twitch, Twitter, Facebook, Instagram y los múltiples sitios de internet que son réplicas o antecedentes de todos ellos se caracterizan precisamente porque los usuarios no solo leen, ven o escuchan sino que también son los que aportan los textos, los vídeos, las fotos y los audios. Es esa interacción libre entre usuarios la que, con las publicaciones continuas y masivas de estos, crea el contenido completo de esos sitios.

Hasta ahora el legislador europeo consideraba importante preservar ese espacio de interacción que caracteriza a internet y para protegerlo regula la situación del siguiente modo: a los intermediarios que ofrecen un servicio de alojamiento de contenidos aportados por sus usuarios (los ya dichos foros, Facebook, Instagram, etc.,) se les exime de la obligación de supervisar previamente cada uno de los millones de contenidos aportados. De lo contrario no solo supondría un sistema de moderación previo de cada contenido recibido que resulta técnicamente inviable en la práctica, sino que además acaba con la propia naturaleza del servicio, que se basa precisamente en la inmediatez de las publicaciones y en que estas son decididas por sus verdaderos emisores: los propios usuarios. Basta con imaginar un sistema de control previo y constante de los contenidos que se pretenden publicar por los usuarios en sitios como Twitter, Instagram o YouTube para entender hasta qué punto eso acabaría con lo que es esencial en todos ellos.

El control de los contenidos por parte de estos intermediarios se hace hoy en día después de ser publicados. Quien los aloja responderá legalmente por ellos si no los retira con diligencia una vez tengan conocimiento de su existencia, por ejemplo, por ser reportados por usuarios o el propio titular del derecho.

Sin embargo, ese sistema hace que internet permita que millones de usuarios se conviertan en emisores de sus propios contenidos a través de distintas plataformas, lo que no es del agrado, entre otros, de las empresas titulares de los derechos de propiedad intelectual, que prefieren un medio unidireccional como la televisión, en el que hay muchos espectadores y muy pocos emisores a los que poder pasarles la factura mensual por el uso de su repertorio.

Es precisamente ese camino el que emprende el artículo 13 de la Directiva de Copyright, cuando convierte a los intermediarios alojadores de contenidos en proveedores de contenidos y, por tanto, en responsables y emisores de cada uno de ellos. Teniendo en cuenta ese cambio de naturaleza, y por la cuenta que les trae, los servicios que tengan contenidos aportados por sus usuarios tendrán que filtrarlos y supervisarlos porque a todos los efectos será como si los hubieran seleccionado y subido ellos mismos.

Pese a que los grandes propietarios de servicios de alojamiento como YouTube se presenten ahora como defensores de la libertad de expresión con su oposición al artículo 13, el miedo que suscita esa norma surge precisamente de que todos sabemos que su actuación como empresa a la hora de decidir qué contenidos entran se regirá por la pura y simple lógica mercantil y contable, borrando o rechazando la publicación de todo lo que no le merezca el riesgo económico que supone cualquier procedimiento judicial. Contenidos que usen fragmentos de obras intelectuales pero que son completamente lícitos por ser paródicos, educativos, críticos o simplemente inocuos, quedarían fuera precisamente porque a empresas como Google tampoco les importa tu libertad de expresión, sino sus cuentas anuales, y si tienen que decidir entre tus derechos o librarse de un riesgo legal por pequeño que sea, todos sabemos lo que será elegido.

Pese al inesperado varapalo recibido hace unos días en el Consejo Europeo por el voto en contra de 11 países al texto propuesto por su presidencia temporal, las expectativas de que la situación dé un giro de 180 grados no son muy realistas, fundamentalmente porque no existe una movilización social que haga un contrapeso significativo a la presión ejercida por la industria de los contenidos. El ambiente que se respira es el de la tranquilidad de los que ni se plantean la posibilidad de perder unos derechos que están seguros de que siempre estuvieron ahí y que fueron regalados generosamente. Es decir, el ambiente calmado, despreocupado y escéptico ante cualquier señal de alarma que precede a todo recorte de libertades.

 

[Este texto está reproducido del medio digital CTXT donde fue publicado el 23 de enero de 2019 respetando su licencia y con permiso expreso del autor. Link a la pieza original]